Por Karina A. Rocha Priego
¿Qué parte de no desperdiciar el agua, ni en Sábado de Gloria ni nunca, no entenderá la gente? Cada año, cuando llega la Semana Santa, en particular el Sábado de Gloria, se repite una imagen preocupante: personas desperdiciando grandes cantidades de agua como si fuera un recurso inagotable.
Lo que debería ser una celebración simbólica de renovación y vida, termina convirtiéndose en una muestra de inconsciencia y desapego hacia una de las crisis más urgentes que enfrenta el país: la escasez de agua.
Es increíblemente lamentable que las autoridades tengan que “amenazar a la población” con multas, sanciones e incluso arrestos y cárcel, para que se entienda que el vital líquido se está acabando.
Lo grave es que, aún con estas medidas, hay quienes siguen sin comprender la dimensión del problema. Este comportamiento negligente no es exclusivo de un día festivo, sino que refleja una cultura de derroche y falta de responsabilidad social que urge transformar.
Crisis que se agrava en zonas vulnerables
La situación es especialmente crítica en regiones de tierra caliente, donde las altas temperaturas hacen que el acceso al agua no sólo sea una necesidad básica, sino una cuestión de salud pública. Sin embargo, en estas zonas es común ver comunidades enteras que sólo reciben agua una o dos veces por semana, mientras que, en otras áreas más privilegiadas, el agua fluye sin restricciones, e incluso se desperdicia sin consecuencia alguna.
Este tipo de disparidades deja al descubierto una realidad incómoda: en México, el acceso al agua potable es profundamente desigual. Las autoridades parecen rebasadas por la magnitud del problema y muchas veces carecen de los recursos, o la voluntad política, para implementar una distribución más equitativa.
La injusticia del reparto: quienes tienen, no siempre pagan; quienes pagan, no siempre tienen.
Hay algo aún más irritante que el desperdicio: la inequidad. Mientras algunas colonias tienen agua las 24 horas del día sin siquiera pagar un peso por el servicio, otras comunidades apenas reciben suministro durante unas pocas horas a la semana y, sin embargo, deben cumplir con el pago del recibo puntualmente; también están aquellos que simplemente no tienen acceso al agua, por lo tanto, no pagan, pero tampoco viven con dignidad.
Este desequilibrio genera una sensación generalizada de injusticia. ¿Cómo se puede pedir conciencia y responsabilidad a la ciudadanía, si el mismo sistema perpetúa un trato desigual? La gestión del agua en Mé-xico necesita una reforma profunda, una que priorice la equidad, la sostenibilidad y, sobre todo, el respeto al derecho humano al agua.
El costo oculto del agua: más caro para los más pobres
El acceso limitado al agua obliga a muchos hogares a buscar alternativas costosas, como la compra de garrafones o pipas, cuyo precio se eleva considerablemente en épocas de sequía. De este modo, las familias más vulnerables terminan pagando mucho más por el recurso que las que viven en zonas con servicio regular.
A esto se suma el deterioro de la infraestructura hidráulica. Las fugas, la mala planeación urbana y la falta de inversión en mantenimiento provocan pérdidas millonarias de agua cada año. Este desperdicio estructural es tan grave como el individual, pero con consecuencias colectivas mucho más amplias.
¿Y además le debemos agua a Estados Unidos?
Como si la situación interna no fuera suficientemente complicada, existe otro factor que agrava aún más el panorama: el compromiso internacional que México adquirió a través del Tratado de Aguas de 1944 con Estados Unidos, acuerdo que regula el uso de las aguas compartidas de los ríos Bravo y Colorado, y establece que México debe entregar un volumen anual promedio de agua al país vecino.
En varias ocasiones, México ha incumplido o se ha retrasado en los pagos del agua establecidos en dicho tratado, lo que genera tensiones diplomáticas y presiones políticas.
En el contexto actual, donde Estados Unidos ha mostrado una postura más firme con respecto a la seguridad fronteriza y el comercio, el tema del agua podría convertirse en un nuevo punto de fricción.
De hecho, se ha hablado de aplicar represalias económicas, como aranceles o restricciones comerciales, si México no cumple con sus obligaciones hídricas. Esto nos obliga a ver el tema del agua no sólo como un problema ambiental o social, sino también como un asunto de soberanía y relaciones internacionales.
No se trata sólo de multas, sino de cambiar de mentalidad
Está claro que imponer sanciones por desperdicio de agua puede ayudar a frenar prácticas irresponsables, pero no basta con castigar. Lo que realmente se necesita es una transformación cultural. Una que nos haga entender que el agua no es infinita, que debe usarse con respeto, y que cada gota cuenta.
Desde pequeños deberíamos aprender el valor del agua. Escuelas, medios de comunicación y autoridades tienen un papel fundamental en esta tarea.
Campañas educativas permanentes, incentivos para quienes adopten prácticas sostenibles y sanciones proporcionales para quienes no lo hagan, podrían marcar una diferencia significativa a mediano plazo.
El cambio empieza en casa
Cerrar la llave mientras se lava uno los dientes, reparar fugas a tiempo, reutilizar el agua siempre que sea posible, usar dispositivos ahorradores, evitar lavar autos o banquetas con manguera… Son acciones pequeñas, sí, pero multiplicadas por millones de personas, pueden generar un impacto positivo real.
Cuidar el agua no debería ser una imposición, sino una convicción. No se trata sólo de cumplir con la ley, sino de honrar un bien que nos pertenece a todos, y que, si no cuidamos hoy, podría faltarnos mañana.
Peor aún, queridos lectores, aunque parezca lo contrario “el agua ya no es un recurso renovable”, este recurso se está acabando, por lo menos aquel que podemos hacer “potable”, lo que sobra, es salado o está contaminado, por lo que, desgraciadamente, así como están las cosas en el mundo entero con respecto al agua, en breve, podríamos estar librando la ¡Tercera Guerra Mundial, provocada por la carencia de agua!.