En la árida y polvorienta localidad de Teuchitlán, Jalisco, se encuentra el inquietante testimonio de un horror indescriptible.
El rancho Izaguirre, un terreno de apenas 5 mil metros cuadrados, se ha convertido en el símbolo de la violencia y la impunidad que azotan a México, y en el epicentro de un desprecio institucional que ha dejado al descubierto la inoperancia del gobierno.
Lo que en apariencia podría ser un paraje olvidado por el tiempo se ha transformado en un escenario macabro donde restos humanos, ropa, juguetes y otros indicios de un exterminio enmascarado conviven en silencio, mientras las autoridades permanecen inmóviles.
La tragedia comenzó a gestarse en septiembre, cuando la Fiscalía local y la Guardia Nacional se hicieron presentes en la zona. Sin embargo, lo que debería haber sido el inicio de una exhaustiva investigación se tornó en un mero trámite burocrático. La negligencia gubernamental se hizo patente al no encontrar, en esa primera visita, ningún indicio revelador del horror que años atrás se había instaurado en ese pedazo de tierra. Las familias de desaparecidos, agobiadas por la incertidumbre y el dolor, han tenido que recurrir a sus propias fuerzas para desenterrar la verdad: huesos diminutos y casi quemados emergen a cada paletada, como si la tierra se negara a callar el relato de un crimen sistemático.
La crudeza de la situación no se limita a los restos materiales hallados en el sitio. Se escucha el testimonio de un padre destrozado que, con voz entrecortada, relata cómo su hijo desapareció en octubre de 2017. “Cuando lo vi, no pude hablar. Empecé a llorar”, confiesa, dejando entrever el sufrimiento de quienes han perdido a sus seres queridos sin obtener respuestas claras. Este relato, que podría haber sido uno más en el largo catálogo de desapariciones, se suma a una cadena de injusticias que reflejan la fragilidad de un sistema gubernamental que, una y otra vez, se muestra incapaz de proteger a sus ciudadanos.
Lo más indignante es que, a pesar de los indicios innegables del horror perpetrado en Teuchitlán, el gobierno ha preferido sumirse en la parálisis y la indiferencia. La presidenta Claudia Sheinbaum ha calificado el hecho de “terrible” en declaraciones públicas, pero pocas palabras han acompañado a acciones concretas que remedien la situación. Mientras tanto, los colectivos de familiares de desaparecidos organizan concentraciones exigiendo justicia, al tiempo que la población, atrapada entre el temor y la impotencia, se ve obligada a presenciar la reiterada impunidad del poder.
La escena es sobrecogedora: un rancho que, por instantes, parece un campo de concentración en miniatura, con restos de zapatillas, prendas de vestir y hasta juguetes, evidencia de que incluso los más vulnerables no fueron ajenos a esta violencia sistemática.
Este macabro escenario no es un hecho aislado, sino que se enmarca en una problemática nacional que cuenta con cifras alarmantes: en el estado de Jalisco se reportan más de 15 mil desapariciones, mientras que en todo el país la cifra supera los 115 mil casos. Una realidad que no sólo pone en tela de juicio la eficacia de las instituciones de seguridad, sino también la voluntad política de un gobierno que parece más interesado en encubrir fracasos que en erradicar la corrupción y la violencia.
La complicidad de la inacción se extiende más allá de los hechos de Teuchitlán. En zonas tan diversas como el popular pueblo de Tequila se han identificado otros centros que, bajo la apariencia de simples áreas de entrenamiento, esconden prácticas que rozan lo inimaginable. La vida de miles de mexicanos pende de un hilo, mientras los responsables de velar por la seguridad y el bienestar de la ciudadanía se sumen en la apatía o, peor aún, en el encubrimiento. Cada día, en cada rincón del país, se reitera la misma triste historia: un gobierno que no sólo ignora el clamor de su gente, sino que, en muchas ocasiones, fomenta un ambiente propicio para la impunidad.
El clamor popular es el reflejo de un desencanto profundo. Las voces de las madres, los padres y los familiares de desaparecidos resuenan en cada concentración, reclamando explicaciones, justicia y, sobre todo, la dignidad que les ha sido arrebatada. La figura del cura de Teuchitlán, Jaime Navel, que intentó sin éxito calmar a una comunidad en estado de shock, se erige como el símbolo de un pueblo traicionado por aquellos que deberían protegerlo. Las palabras de advertencia de Plauto, “el hombre es un lobo para el hombre”, parecen haberse convertido en una cruel realidad cotidiana.
En definitiva, el caso del rancho Izaguirre es el último de una serie de escándalos que exponen la fragilidad de la justicia y la corrupción sistémica en México. La inacción gubernamental no es sino la manifestación de un poder que, lejos de responder al clamor de un pueblo que exige respeto y seguridad, opta por la indiferencia y el encubrimiento.
Es imperativo que se tomen medidas reales y contundentes, que se abra una investigación exhaustiva sin tapujos y que, por sobre todo, se haga justicia para las víctimas y sus familias.
El dolor y la rabia de un pueblo herido claman por respuestas, y es responsabilidad del gobierno devolverle la esperanza a aquellos que han sido olvidados en un rincón de la impunidad.
Madre encuentra los restos de su hija 4 años después de su desaparición
La madre de Monse siguió todos los protocolos cuando su hija no regresó a casa. Sin embargo, al pasar las semanas sin éxito al encontrarla se unió a un grupo de Madres Buscadoras.
Por mucho tiempo logró regresar a casa a personas que tristemente iban encontrando en los caminos… Y siempre se preguntó cuándo sería el día en el que podría recuperar a su hija Monse.
“Cada que encontrábamos a alguien y sus familiares podían llevarlos a casa… mi corazón sentía un poco de paz… anhelaba yo ese momento… el día en el que pudiera encontrar a mi Monse y saber que ya no pasaría días y noches SOLA donde sea que estuviera… si no que podría llevarla a casa conmigo… y así fue. Un día, estábamos en un cerro buscando personitas y reconocí unos tenis.
Enseguida con mis propias manos comencé a escarbar… mi desesperación fue tanta que cuando se acercaron a ayudarme las demás madres yo ya había llegado al resto de lo que quedaba. Era mi niña… mi MONSE… reconocí su blusa, tenis y el pantalón que llevaba el último día que la vi. Mamita, se acabaron las noches frías y solas… hoy… nos vamos a casa”.