Por Karina A. Rocha Priego
A pocos días del proceso electoral del 1 de junio en México, la democracia nacional enfrenta su momento más sombrío desde la alternancia del año 2000. Lo que debiera ser una jornada democrática se perfila, en cambio, como un simulacro de participación popular cuidadosamente fraguado para beneficiar a una sola fuerza política: Morena y, peor aún, bajo la sombra creciente de estructuras criminales que se han convertido en actores de facto del proceso político.
La narrativa oficial habla de elecciones “libres y justas”, de un INE supuestamente imparcial y de una ciudadanía que será el centro de las decisiones.
Pero la realidad sobre el terreno revela un país donde la violencia, la coacción del voto, la compra masiva de conciencias y el control territorial del crimen organizado han desfigurado el principio más elemental de una democracia: la libertad de elección, una elección que, de antemano, ¡no debería por qué llevarse a cabo!
La maquinaria morenista: clientelismo, chantaje y simulación
Durante los últimos meses, el oficialismo ha desplegado un aparato de movilización sin precedentes, financiado en gran parte con recursos públicos disfrazados de programas sociales, mientras que el ejército de “servidores de la nación”, lejos de cumplir funciones neutrales, ha actuado como un brazo político del partido en el poder.
Funcionarios públicos entregan apoyos condicionados al voto o, en su defecto, son éstos los que se tienen que someter a los designios de “sus jefes” para favorecer a tal o cual candidato so pena de perder el empleo de no hacer lo que los de arriba deciden.
Crimen organizado: el nuevo árbitro electoral en regiones clave
Si en elecciones pasadas el crimen organizado ya era un factor perturbador, en esta jornada electoral se ha consolidado como un verdadero operador político; testimonios de candidatos perseguidos, asesinados o forzados a declinar en diversas regiones del país -particularmente en Guerrero, Michoacán, Chiapas, Zacatecas y partes de Veracruz y Sinaloa- no dejan lugar a dudas: las mafias han decidido quién puede y quién no puede competir.
Los informes de ONGs, medios locales y hasta observadores internacionales dibujan un panorama alarmante: grupos criminales que ya “negocian” Morena, amenazan a candidatos y patrullan con total impunidad.
Lo más preocupante es el silencio ensordecedor desde Palacio Nacional, mientras el país arde con candidatos asesinados, comunidades desplazadas y amenazas abiertas a funcionarios electorales, el gobierno federal minimiza la violencia electoral o la atribuye a “hechos aislados”, con una ceguera deliberada que roza la complicidad.
Un INE debilitado y bajo asedio
El INE, otrora garante de la democracia, llega debilitado y bajo asedio a una elección que podría marcar el inicio del fin de la división de poderes en México: la elección de jueces y magistrados.
Sin autonomía real, acosado por recortes y reformas que lo desmantelan, el INE será apenas un espectador de un proceso profundamente politizado.
Elegir impartidores de justicia por voto popular no es democratizar, es someterlos al chantaje electoral y partidista.
En manos de un árbitro debilitado, esta elección será el último clavo en el ataúd de la justicia independiente. Lo que viene es justicia al servicio del poder.
El silencio internacional y el miedo nacional
Frente a este panorama, la comunidad internacional ha optado por un silencio calculado, bueno, ni la OEA ni la ONU han emitido alertas serias sobre la violencia política y la posible manipulación del proceso, organismos como Human Rights Watch han lanzado advertencias tímidas, mientras embajadas extranjeras muestran una cautela que raya en la indiferencia.
Dentro del país, la sociedad civil y los medios críticos siguen dando la batalla, pero el miedo ha ganado terreno; candidatos “non gratos” para el sistema, se ocultan; líderes sociales reciben amenazas; periodistas locales son ejecutados o censurados, el mensaje está claro: quien se interponga en la maquinaria electoral oficialista corre un riesgo real.
¿Qué sigue para México?
El 1 de junio será, sin duda, un día decisivo, pero más allá del resultado inmediato, la verdadera pregunta es qué quedará del sistema democrático mexicano y, sobre todo, qué quedará del sistema Judicial, porque tras la elección del 1º de junio, el Poder Judicial mexicano enfrenta el riesgo de ser sometido al control del oficialismo, eligiendo jueces por voto popular y debilitando la Suprema Corte.
Lo que hoy es un contrapeso constitucional podría convertirse en un aparato subordinado al Ejecutivo.
La justicia perdería independencia y se consolidaría un régimen sin frenos ni equilibrios y, de persistir esta ruta, del Poder Judicial sólo quedará la fachada institucional, pero no su esencia como garante de la legalidad y los derechos ciudadanos.
La normalización del narco como actor político, la colonización del Estado por el partido gobernante y el uso de la miseria como instrumento de control electoral podrían marcar el inicio de una regresión autoritaria difícil de revertir.
No se trata de un simple fraude, se trata de una transformación estructural del proceso electoral en una herramienta de perpetuación del poder. Un aparato donde el voto ya no es libre, donde el miedo es moneda corriente y donde la legalidad se somete al pragmatismo político.
El 1 de junio no será una fiesta democrática, será el funeral de una democracia que, herida desde hace años, podría finalmente sucumbir ante la corrupción, la violencia y la simulación; en este proceso viciado, donde el crimen organizado impone candidatos y el oficialismo manipula recursos del Estado, el gran perdedor será el Sistema Judicial mexicano, donde se sometera a la Corte al poder político.
Lo que quede será un cascarón legal, incapaz de frenar el autoritarismo ni proteger derechos.