CONTRAPENDIENTE

La salud olvidada: el derrumbe silencioso de un derecho en el Estado de México

Por Karina Libien

informaciondiarioamanece@gmail.com.mx

En un país que presume de transformación, la tragedia del Hospital Mónica Pretelini Sáenz, en Toluca, debería ser un parteaguas, no un pie de nota más en el largo historial de omisiones del sistema de salud público.

Trece recién nacidos muertos por una infección hospitalaria prevenible, personal médico protestando en las calles por falta de insumos, violencia laboral, infraestructura colapsada y autoridades que miran hacia otro lado.

¿Dónde quedó la promesa de que “la salud es un derecho, no un privilegio”? Tal vez quedó guardada junto con los cubrebocas del Insabi: en una caja sin fondo, invisible e inoperante.

La Cuarta Transformación ha hecho del discurso sobre los derechos sociales una bandera constante. Ha hablado de erradicar la corrupción, de fortalecer el sistema público y de garantizar atención médica gratuita y de calidad.

Pero entre tanta consigna de bienestar, al parecer alguien olvidó que los quirófanos también necesitan anestesia, no sólo buenas intenciones. Porque el caso del Pretelini no es un accidente aislado: es el síntoma más grave de un sistema clínicamente muerto, mantenido con respirador artificial y boletines optimistas.

El brote de Klebsiella oxytoca, que cobró la vida de bebés prematuros, expuso la falta de controles sanitarios, la precarización de insumos médicos y la fragilidad de un sistema que ya había sido golpeado por recortes, centralización fallida y reestructuras hechas al vapor.

La transición del Seguro Popular al Insabi, y de este al IMSS-Bienestar, es digna de un episodio de “¿Quién quiere ser paciente?”.

Porque adivinar a qué institución le toca atenderte ahora se ha vuelto más difícil que sacar cita con un especialista.

Hoy, ni siquiera se preocupan por contratar médicos. ¿Para qué gastar en profesionales cuando puedes sobreexplotar a los internos? En hospitales públicos, los turnos hasta de 36 horas son la norma, y la formación médica parece una prueba de resistencia. Se entrena a los futuros doctores como si fueran astronautas soviéticos: sin descanso, sin equipo, sin comida, y con suerte, sin demanda legal.

La consigna es clara: cubrir como sea, con lo menos posible, mientras nadie se entere. O mejor, mientras nadie sobreviva para contarlo.

Y mientras todo esto ocurre, uno se pregunta: ¿qué está haciendo la Secretaría de Salud del Estado de México? Pues bien, la doctora Macarena Montoya informó que el brote estaba “controlado” (como si eso resucitara a los bebés), se tomaron fotos con Cofepris, se instalaron mesas de diálogo, y se prometieron camillas… de las cuales llegaron dos.

Una eficiencia quirúrgica, si lo que se pretendía era anestesiar la indignación pública.

Los médicos protestan. Cuelgan mantas. Bloquean calles. Exigen anestesiólogos, neonatólogos, ginecólogos. ¿La respuesta oficial? Reuniones. Promesas. Y más reuniones.

Como si la salud fuera un asunto de papeleo y no de salvar vidas; porque mientras la secretaria firma convenios y celebra acuerdos en redes sociales, las madres esperan una incubadora, los bebés un antibiótico, y los médicos un salario digno.

No hay transformación que valga si un hospital funciona como zona de desastre.

No hay justicia social si ser pobre equivale a morir por falta de oxígeno o suero.

Y no hay Estado de bienestar si la respuesta a cada crisis es un tuit, una promesa rota y una lona con la palabra “Trabajamos bajo protesta”.

Porque en México, enfermarse sigue siendo un riesgo.

Pero morir por negligencia, en manos del Estado, ya se volvió parte del protocolo.

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