Por Karina A. Rocha Priego
La política mexicana ha cruzado un umbral peligroso. La reciente ejecución de la secretaria particular y un asesor cercano de Clara Brugada, jefa de Go- bierno de la Ciudad de México, no solo es un hecho atroz: es un mensaje directo. Un mensaje sangriento que pone en evidencia la descomposición del poder bajo el mandato de Morena, tanto a nivel local como federal.
¿A quién va dirigido este mensaje? A todos. A los ciudadanos que aún creen que el país está en manos de un proyecto transformador, a los funcionarios que fingen gobernar mientras el crimen se adueña de la agenda pública y, sobre todo, al propio partido en el poder, que ya no puede fingir que la violencia es ajena a su proyecto político.
Estos asesinatos son el síntoma más crudo de un gobierno que ha fallado. Morena, en su cruzada por el control absoluto, ha debilitado las instituciones, ha despreciado la inteligencia civil, ha solapado al crimen organizado con una estrategia de seguridad absurda y fracasada. “Abrazos, no balazos” se convirtió en el eslogan de la impunidad, y hoy los resultados están a la vista: cuerpos, miedo y silencio.
La Ciudad de México, gobernada hoy por Clara Brugada, vive un espejismo de seguridad mientras los asesinatos selectivos golpean al círculo más íntimo del poder. ¿De qué sirve hablar de justicia social, si los colaboradores del propio go-bierno son ejecutados sin consecuencia? Si los operadores políticos del oficialismo pueden ser eliminados con tal facilidad, ¿qué puede esperar el resto de la ciudadanía?.
El silencio de Brugada, la falta de contundencia en la respuesta institucional, y el habitual desdén del gobierno federal ante la violencia política revelan que para Morena, ni sus propios muertos son suficientes para asumir la gravedad del desastre.
¿Dónde está la Fiscalía? ¿Dónde están los operativos urgentes? ¿Dónde está la indignación de un gobierno que, cuando conviene, se desgarra las vestiduras por causas sociales pero calla ante los asesinatos dentro de sus propias filas?.
Estos crímenes deben encender todas las alarmas. No son producto del azar ni de la inseguridad común.
Son mensajes. Mensajes de poder, de territorio, de control, así como pruebas irrefutables de que Morena ha perdido -o ha entregado- la batalla contra la violencia.
La pregunta no es solo quién mató, sino por qué el poder guarda silencio. Ese silencio, en sí mismo, es una forma de complicidad.
Y ese silencio mata tanto como las balas.
Lo que nos espera tras el choque militar en la 4T
El conflicto entre el Secretario de la De-fensa Nacional, Ricardo Trevilla Trejo, y Omar García Harfuch, actual titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, es más que una pugna entre figuras del poder: es una señal clara de que México está a las puertas de un reacomodo peligroso entre los brazos armados del Estado.
La imposición de Claudia Sheinbaum sobre la Sdena, revela una tensión alarmante en el corazón del aparato de gobierno.
¿Qué nos espera a los mexicanos? Una militarización aún más agresiva, más opaca y completamente ajena al control civil.
Lo que alguna vez fue una discusión sobre estrategia de seguridad hoy se ha convertido en una batalla por el poder.
Una batalla política, personal y profundamente peligrosa.
Cuando las élites militares y civiles del país se enfrentan, los ciudadanos quedan atrapados en medio, como rehenes de una lucha que no entienden pero que sufrirán en carne viva: entre la represión militar y la incompetencia burocrática.
Ricardo Trevilla representa a un Ejército empoderado, fortalecido durante el sexenio de López Obrador con recursos sin precedentes, contratos multimillonarios y facultades extraconstitucionales.
Del otro lado, Omar García Harfuch es la carta fuerte de Sheinbaum: un policía con pasado en cuerpos de élite, pero también con vínculos polémicos y un historial marcado por la violencia y la opacidad.
El choque entre ambos no es ideológico: es una lucha por el control del país real, del México que se gobierna no con leyes, sino de balas y pactos y eso, para una nación al borde del colapso institucional, es una tragedia en desarrollo.
El Gobierno federal, lejos de buscar el equilibrio y la civilidad democrática, ha apostado por imponer su autoridad sobre las Fuerzas Armadas, alimentando así un resentimiento que puede volverse en su contra.
La continuidad que tanto pregona no significa estabilidad: significa profundizar el desequilibrio de poder entre civiles débiles y militares fuertes.
El riesgo ya no es solo la militarización; es la fractura del Estado; un vacío institucional donde no gobierna la ley, sino el uniforme, donde no manda el pueblo, sino los caudillos con rango y presupuesto.
El conflicto ya está aquí.
Lo preocupante es lo que viene después.
¿Cuánto más perderemos antes de que alguien se atreva a frenar esta deriva autoritaria y militarista?